“Bien se ha hecho notar que Esquiú perteneció a la escuela
mística de San Francisco de Asís, de quien se ha dicho que ha realizado esa
unidad indisoluble entre la naturaleza y el espíritu, y que tuvo en América dos representantes genuinos: San Francisco
Solano, cuya acción de misionero en el Nuevo Mundo —sostiene
Joaquín V. González—, han
de ocupar algún día, más que
la atención de los autores de novenarios y
de rezos, la del
historiador y del sociólogo, para destacar lo que corresponde a la pura consagración religiosa, de la acción social, la acción civilizadora, la acción heroica
del misionero, que por su sola acción personal, recorriendo a pie las distancias más largas y las sendas más escabrosas, va a instalarse en
Santiago del Estero, y pasa luego a la ciudad más recientemente fundada
de Todos los Santos de la Nueva
Rioja, donde también instaló una ermita, como célula originaria de aquella conquista espiritual, como habría de
calificarla más tarde el Padre Ruiz
de Montoya. “Allí —dice González—, con el auxilio irresistible de su violín rústico, construido por sus propias manos —renovando con él la seráfica pazzia del santo de Asís—, realizaba
la conquista, la conversión y el catequismo de los bravos indios diaguitas,
que después evangelizaba con su
palabra, expresada en el lenguaje propio de la región que en breve tiempo aprendiera”. El otro representante americano es Fray Mamerto
Esquiú, a quien el mismo González
considera “el representante más alto de la
escuela mística del fundador”;
explicando que así lo afirma “porque he estudiado su vida íntima, pública y mental, sus obras y sus actos; he oído algunas
veces su palabra siempre ungida e
inspirada; he presenciado de cerca actos de su humildad y abnegación que lo elevan sobre
el nivel común del sacerdocio; y
aunque he disentido desde muy joven con las
ideas dogmáticas de su credo, para
afiliarme a la política liberal
y amplia de la Constitución, a la que
él mismo nos incitaba
a obedecer, he sentido la impresión
profunda e indeleble de su elocuencia cuyos acentos
nunca pueden olvidarse, si se ha tenido la suerte de
escucharlos. De manera que si se pudiera definir su
elocuencia en una forma exacta,
se podría decir que Esquiú la
poseía por revelación de la Naturaleza misma en cuyo seno ha nacido. Estas cualidades impresas por el ambiente en un
temperamento de selección, dieron a su voz esa vibración única, que
sólo los que hemos tenido
la felicidad de oírla podemos apreciar en su valor emocional; una vibración de honda melancolía y
suave ritmo que penetraba en las fibras de todos los oyentes aun cuando expresase
los conceptos más sencillos de la
vida vulgar”. “Es, sin duda, ése el
secreto principal de los grandes oradores,
la atracción natural de la voz;
y cuando Vélez
Sarsfield exclamaba en el entusiasmo de
la primera oración patriótica de
Esquiú: «¿De dónde nos ha venido esta
gran voz?» Pudo habérsele contestado: de un
oscuro valle de la Provincia de Catamarca, pobre, acaso, de vegetación, pero
dotado de esas grandes piedras, que como
procesiones de colosos antiguos parecen deslizarse al pie de las montañas
de aquellas regiones
andinas”."[1]