Las referencias bíblicas que abren cada capítulo disponen el mensaje confrontándolo con los gestos y las palabras del Señor resucitado que nos llama a ser testigos de su Evangelio, antes con la vida que con las palabras.
El Documento sobre el que hemos expresado nuestro voto es un triple regalo:
Pues también el Obispo de Roma —me lo recuerdo a mí mismo y a ustedes— necesita poner en práctica la escucha, es más, quiere hacerlo, para poder responder a la Palabra que cada día le repite: “Confirma a tus hermanos y a tus hermanas… Apacienta mis ovejas”.
Mi tarea, como bien saben, es custodiar y promover —como nos enseña san Basilio— la armonía que el Espíritu sigue difundiendo en la Iglesia de Dios, en las relaciones entre las Iglesias, no obstante, todos los esfuerzos, tensiones y divisiones que caracterizan su camino hacia la plena manifestación del Reino de Dios, que la visión del profeta Isaías nos invita a imaginar como un banquete preparado por Dios para todos los pueblos. Todos, con la esperanza de que no falte ninguno. Todos, todos. Que nadie quede fuera, todos. Y la palabra clave es esta: la armonía. Lo que hace el Espíritu Santo, su primera manifestación fuerte en la mañana de Pentecostés, es armonizar todas las diferencias, la diversidad de lenguas. Armonía. Y esto es lo que enseña el Concilio Vaticano II cuando dice que la Iglesia es “como un sacramento”, que es signo e instrumento de la espera de Dios, que ya ha preparado la mesa y está esperando. Su gracia, a través de su Espíritu, susurra palabras de amor en el corazón de cada uno. A nosotros se nos concede amplificar la voz de este susurro sin obstaculizarlo; para que abramos puertas sin levantar muros. ¡Cuánto mal hacen las mujeres y los hombres de Iglesia cuando ponen muros, cuánto mal! Todos, todos. No debemos comportarnos como “dispensadores de la gracia” que se apropian del tesoro atando las manos del Dios misericordioso. Recuerden que comenzamos esta Asamblea sinodal pidiendo perdón, sintiendo vergüenza, reconociendo que todos hemos sido misericordiados.
Hay una poesía de Madeleine Delbrêl, la mística de las periferias, que exhortaba, sobre todo, a «no mostrarse rígido» —la rigidez es un pecado, es un pecado que a veces entra en los clérigos, en los consagrados, en las consagradas—. Les leo algunos versos de MadeleineDelbrêl, que son una oración. Ella dice así:
Porque pienso que debes estar cansado
de gente que hable siempre de servirte
con aire de capitanes;
de conocerte con ínfulas de profesor;
de alcanzarte a través de reglas del deporte;
de amarte como se ama un viejo matrimonio.
[…]
Haznos vivir nuestra vida,
no como un juego de ajedrez en el que todo se calcula,
no como un partido en el que todo es difícil,
no como un teorema que nos rompe la cabeza,
sino como una fiesta sin fin
donde se renueva el encuentro contigo,
como un baile, como una danza entre los brazos de tu gracia,
con la música universal del amor.
Estos versos pueden convertirse en la música de fondo para acoger el Documento Final. Y ahora, a la luz de lo que ha surgido del camino sinodal, hay y habrá decisiones que tomar.
En este tiempo de guerras, debemos ser testigos de paz, aprendiendo también a dar forma real a la convivencia de las diferencias.
Por eso no pretendo publicar una “exhortación apostólica”, basta con lo que se ha aprobado. En el Documento hay ya indicaciones muy concretas que pueden ser una guía para la misión de las Iglesias, en los diversos continentes, en los diferentes contextos, por eso lo pongo ahora a disposición de todos, por eso he dicho que se publique. Quiero, de este modo, reconocer el valor del camino sinodal realizado, que con este Documento entrego al santo Pueblo fiel de Dios.
Sobre algunos aspectos de la vida de la Iglesia señalados en el Documento, así como sobre los temas confiados a los diez “Grupos de Estudio” que deben trabajar con libertad, para que me ofrezcan propuestas, se necesita tiempo, a fin de llegar a opciones que impliquen a toda la Iglesia. Yo, pues, seguiré a la escucha de los obispos y de las Iglesias a ellos confiadas.
Esto no se trata del modo clásico para postergar al infinito las decisiones. Es lo que corresponde al estilo sinodal con el que también el ministerio petrino se ejercita: escuchar, convocar, discernir, decidir y evaluar. Y en estos pasos son necesarias las pausas, los silencios, la oración. Es un estilo que estamos aprendiendo juntos, poco a poco. El Espíritu Santo nos llama y nos sostiene en este aprendizaje, que debemos comprender como proceso de conversión.
La Secretaría General del Sínodo y todos los Dicasterios de la Curia me ayudarán en esta tarea.
Venimos de todas las partes del mundo, marcados por la violencia, la pobreza, la indiferencia. Juntos, con la esperanza que no defrauda, unidos en el amor de Dios derramado en nuestros corazones, podemos no sólo soñar con la paz sino comprometernos con todas nuestras fuerzas para que, quizá sin hablar tanto de sinodalidad, la paz se realice por medio de procesos de escucha, diálogo y reconciliación. La Iglesia sinodal para la misión, ahora necesita que las palabras compartidas vayan acompañadas por hechos. Este es el camino.
Todo esto es don del Espíritu Santo: Él es quien crea la armonía, Él es la armonía. San Basilio tiene una hermosa teología al respecto; si pueden, lean el tratado de San Basilio sobre el Espíritu Santo. Él es la armonía. Hermanos y hermanas, que la armonía también continúe saliendo de esta aula y el Soplo del Resucitado nos ayude a compartir los dones recibidos.
Y recuerden —son aún palabras de Madeleine Delbrêl— che «hay lugares donde sopla el Espíritu, pero hay un Espíritu que sopla en todos los lugares».
Quisiera agradecerles a todos ustedes, y darnos las gracias entre nosotros. Doy las gracias al cardenal Grech y al cardenal Hollerich por el trabajo que han realizado, a los dos secretarios, Nathalie y San Martín — ¡lo han hecho muy bien! —, a Don Batocchio y al Padre Costa que nos han ayudado mucho. Saludo a todos los que han trabajado tras bambalinas, sin los cuales no habríamos podido hacer todo esto. ¡Muchas gracias! Que el Señor los bendiga. Recemos unos por otros. Gracias.
Francisco